Dejadme aclarar algo que todo autor debería saber en los comienzos de la escritura de un guión de ficción: el público va a una sala, o se pone frente a la pantalla del televisor, con el objetivo de experimentar emociones. Al igual que en la vida, no nos sentimos realmente afectados por casi nada que ocurra a alguien a quien no conocemos o a quien no queremos en mayor o menor medida. La necesidad de que exista un personaje principal en la historia con el que nos identifiquemos, al que "queramos", existe porque ese personaje, el protagonista, se convierte en la conexión más potente del espectador con la historia. En una gran cantidad de casos, el espectador va a vivir la historia a través del protagonista, va a sentir en la mayoría de las situaciones las mismas emociones que vive en la historia. La ausencia de protagonista provoca que el espectador experimente la historia desde una posición de observador externo, desapegado de los acontecimientos que se narran. Desafectado, en definitiva.
Una vez dicho esto, viene lo más interesante: el protagonista no tiene por qué ser una buena persona, ni tener necesariamente buenas intenciones. Os preguntaréis: ¿pero cómo voy a identificarme con alguien que es un canalla cuyos objetivos son infames? La respuesta es simple: humanizándolo. Una de las tareas del guionista es exponer aquellas características del personaje que demuestran que es humano, rasgos distintivos que podría compartir con cualquiera de nosotros, aspectos de su pasado o su presente que justifican lo canalla que es y las fechorías que quiere perpetrar.

Para terminar esta primera entrega sobre los protagonistas, citaré al excelente guionista cubano Alejandro Hernández cuando dice: "los personajes interesantes son moralmente cuestionables pero humanamente adorables".
Excelente manera de explicar la necesaria existencia del protagonismo escénico
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